Un cuento para terminar el año

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¿Qué tal, estimados? Ya los extrañaba un ch...orro, porque la escuela (¡que al fin terminé!) y el cruel y esclavizante FB me tenían alejada de estos lares. Pero lo importante (para mí, no creo que para ustedes) es que ya estoy aquí de nuevo, y vengo a dejarles un cuento viejo y medio mal hecho, porque es de mi tierna e inexperta juventud. No quiere decir que ahora escriba mejor: sólo que ahora me doy cuenta de lo feo que escribo, je, je, je...


LA PRIMERA, ÚLTIMA Y MACABRA BROMA DE DON PANCHO

Por: Laura Espinoza M.


“...veintisiete pasos hacia el tamarindo, ocho pasos hacia el rosal blanco, cuarenta y cuatro pasos hacia la casa...”

La precisión al seguir las instrucciones es lo más importante si buscas algo que fue escondido. Don Pancho lo sabía, y nadie encontraría lo que él había escondido si no seguía al pie de la letra las instrucciones que, por divertirse él y divertir a alguien, escribió en un papel y metió en una botella que luego tapó con un corcho, esperando que cayeran las primeras lluvias torrenciales para dejarla navegar en alguno de los arroyos de la calle; claro, con muchas esperanzas de que alguna persona sedienta de aventuras (o que no tuviera otra cosa qué hacer) la encontrara.

Don Pancho fue siempre aventurero, hasta que sus años se lo permitieron. Ahora ya andaba en los sesenta y cinco años, más o menos, y no le era tan fácil irse a explorar playas o cerros, dormir a la intemperie y cazar o pescar sus alimentos. Pero no por eso perdió su espíritu la esencia aventurera, “la chispa ésa que brillaba en sus ojos” cuando recordaba sus viajes, cuando imaginaba otros o cuando leía uno de sus muchos libros, que tantas veces le habían metido ideas raras en la cabeza. Hacía ya tiempo que vivía solo, completamente solo, sin siquiera un perro que le diera lata y ensuciara la casa; pero la soledad no le disgustaba, porque así podía estar leyendo y leyendo todo el día sin que nadie lo molestara.

Salía cada quince días a comprar comida para no tener que estar saliendo y dejando la lectura a medias. Pero desde la última vez que fue por provisiones ya había pasado más de un mes y nadie lo había visto, ni siquiera en la huerta que rodeaba su casa de la orilla del pueblo. ¿Qué estaría tramando? Otras veces que se había “desaparecido” un tiempo mayor a lo normal, “reaparecía” con una extraña sonrisa y la mirada como de niño que halló un tesoro, pero nadie sabía qué hacía y nadie se molestaba en preguntarle.

Aquel verano no llovió mucho, sólo lo necesario para mojar el interior de las casas del pueblo (todas tenían goteras, el último grito de la moda: lluvia de interior) y formar de vez en cuando los tradicionales arroyos en las calles, donde gustosos se bañaban todos los niños y muchachos que de otra forma era raro y difícil que lo hicieran. Entre éstos estaba una pandilla de “jovencitos desocupados” (que la gente llamaba “chamacos güev...” y, cuando andaban de buenas, “holgazanes” a secas), que tuvieron el placer de conocer la escuela el tiempo suficiente para aprender a leer y escribir y aguantar reglazos por ser “tan burros”. Después de tan provechosa enseñanza, lo mejor que podían hacer era disfrutar de la vida, ¿no? Y así estos jovencitos, seis, para ser exactos, tomaban un delicioso baño cuando llovía lo suficiente. La tarde del jueves llovió lo suficiente, y ahí los tienen, bañándose con sus respectivos perros, que también se bañaban sólo en la lluvia. Y olían a... perros mojados. Y entre toda esta bola de bañistas fue donde se le ocurrió a una botella —la botella de don Pancho— aparecer. No era gran cosa, pero a uno de los perros debió parecerle un buen juguete porque empezó a empujarla y soltarla en la corriente y al rato todos los perros andaban correteando tras ella. Hasta que (¡por fin!) uno de los muchachos se dio cuenta de la existencia de la botella y se le ocurrió —¡oh, inteligencia humana!— entrar al juego con los perros. A los diez minutos había un partidazo de “foot-bottle” en la calle inundada; claro, se jugaba con precaución porque una patada a una botella no es algo muy agradable. Tampoco un botellazo en la cabeza. Cuando, ya cansados, chavos y perros se dejaron caer en la banqueta, uno de los perros optó por llevar consigo la botella y estar mordisqueándola mientras descansaba. Pero su dueño se hartó de verlo haciendo eso y, agarrando la botella, la estrelló contra la pared. Hasta entonces —como ya dije, ¡oh, inteligencia humana!— se dieron cuenta los chamacos de que había un papel cuidadosamente enrollado dentro de la ahora despedazada botella. Y así, uno de aquellos agraciados que aprendió a leer encontró unos cuantos disparates escritos en el papel.

“Para encontrar algo muy interesante hay que seguir al pie de la letra estas instrucciones. En primer lugar, no leer todo el papel si no va haciendo lo que dice”.

—¡Oigan, miren!, que dizque podemos hallarnos algo. ¿Le entramos?
—¡Órale! ¡A que jugamos a los buscadores de tesoros!
—¡Ya vas!
—A ver, güey, sigue leyendo.
—Pero tenemos que ir haciendo lo que dice en el papel.
—Pos lo hacemos y ya. ¿Qué hay que hacer?

“La búsqueda de lo escondido será en la huerta de la casa de Francisco Topete. Por si no me entiende, de don Pancho el de la orilla. No leer más hasta llegar frente a la casa”.

Y ahí van seis chamacos recién bañados y seis perros oliendo a... perros mojados, hasta la orilla del pueblo, donde empieza a subir el terreno para hacerse cerro. Y llegaron frente a la casa mojada con su huerta mojada alrededor. Ya eran como las cinco y media y el sol intentaba abrirse paso entre las nubes que se acababan de exprimir hacía un buen rato.

“Hay un granado junto al alambrado del frente. Empujar el poste del alambrado en ese lugar y entrar por ahí”.

—¡Mira, carnal: sí se abrió!
—Pos vamos pa' dentro.

“En el tronco del granado hay una marca en forma de estrella. Poner la espalda contra la marca y empezar lo siguiente:”

—Oigan, no podemos ponernos todos allí al mismo tiempo.
—Ah, ya sé: uno que lea y otro que haga lo que dice y los demás los seguimos, ¿sale?
—¡Sale! Yo me pongo en la estrella. Carnal, tú sigue leyendo.

“Hay que contar los pasos indicados, pero serán pasos que tengan la medida que marcan las dos piedras verdes que están junto al granado. Indican el primer paso y la medida que deben tener los demás”.

—Oye, ¿y eso qué quiere decir?
—Que vamos a contar pasos que sean de grandes igual que lo que hay entre las piedras verdes, ésas que están allí. Sigue leyendo.

“Dar, a partir de la segunda piedra, seis pasos hacia el naranjo...”

—A ver: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis.

“... doce pasos hacia el azadón que está clavado cerca de la puerta de la casa...”

—¿Dónde está el azadón? No lo veo.
—Ahí, menso, está clavado de cabeza, ¿ves?
—Ah, sí, ya lo vi, güey.

“... cincuenta y un pasos hacia el guayabo que está donde empieza la subida...”

—Híjole, cincuenta y uno son muchos.
—Vamos empezando: uno, dos, tres, cuatro...

Y ahí los tienen, toda la tarde, pasos para allá, pasos para acá, seis chavos entusiasmados y seis no menos entusiasmados perros.

“... veintisiete pasos hacia el tamarindo, ocho pasos hacia el rosal blanco, cuarenta y cuatro pasos hacia la casa amarilla que se ve a la izquierda, dos pasos hacia el granado...”

Ya eran casi las siete y daba trabajo ver por la poca luz que había. Lo bueno era que ya iban a terminar con su “tarea” los muchachos. Los perros hacía mucho rato que habían perdido el entusiasmo y se dedicaban a marcar territorio (aquello era un paraíso con tantos árboles) y mordisquear plantas por acá y por allá. Purga segura.

“... seis pasos hacia la bodega. Ahora, abrir la puerta y entrar hasta el fondo de la bodega”.

La tal “bodega” era un cuartito de tablas y cartones con techo de lámina, que estaba separado de la casa. Al abrir la puerta salió un hedor de los mil demonios que casi hizo a los chamacos enseñar lo que habían comido aquel día.

—¡Háganse, háganse! (a un lado) ¡Esto huele peor que a... perros mojados!
—Huele a “mortura”, alguna rata, yo creo.
—Pos hay que dejar que salga tantito, ¿no?, yo así no entro.
—Órale.

Ya los perros se habían arrimado y olfateaban y olfateaban y volvían a olfatear, como para asegurarse de que deveras olía a lo que olía.

—Ya no está tan fuerte, ¡vamos pa'dentro!

Hasta el fondo de la bodega. No estaba muy lejos, unos seis metros apenas.

“Detrás del ropero encontrará lo escondido”.

Un ropero viejo, sin una puerta, lleno de polvo y telarañas y más apolillado que la polilla, estaba al fondo, algo separado de la pared de tablas. Detrás... un letrero en un cartón, con letras gruesas y temblorosas que decían: “¡SORPRESA!”, junto al cadáver de don Pancho, hinchado, putrefacto, en cuyo rostro aún se veían los ojos abiertos y una maliciosa sonrisa.


Marzo 1999.

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