Majora’s Mask no es, ni de cerca, el mejor Zelda; Eternal Darkness definitivamente no ganaría en ningún año el premio a juego del año; Super Mario RPG no es —aunque para mí sea inconcebible— el mejor RPG de todos los tiempos; Ocarina of Time, contén tu furia, no es el mejor juego jamás creado; Final Fantasy VII está muy sobrevalorado; Halo no es un FPS de primera categoría; God of War palidece frente a cualquier hack and slash de Platinum Games. Diablos, quizá los videojuegos no están todavía a la altura del arte tradicional. Podrás estar de acuerdo con alguna de estas afirmaciones o no. No importa: para ti y para mí significa algo el gaming.
Los videojuegos son mucho más que sus mecánicas o su fineza técnica: son artefactos que marcaron etapas de nuestra vida y nos permiten regresar a ellas. Dedicamos tanto tiempo y de forma tan personal al gaming que los vínculos que establecemos con él son profundamente emocionales. Lo mismo ocurre con cualquier otro objeto cultural: libros, películas, series de televisión. Después de todo, la cultura es la única forma que tenemos para afrontar la idea de la pérdida (es decir, la muerte). Así como Sherezade contó mil y una historias para prolongar su ejecución, tal vez esa partida extra antes de ir a dormir es un artilugio más para enfrentar nuestra inevitable desaparición.
Super Mario RPG es quizá el juego que más veces he terminado junto a Ocarina of Time y Majora’s Mask. Los 3 son landmarks —puntos de referencia— de momentos clave en mi vida. Podría escribir un artículo de cada uno de ellos. Por lo pronto, sólo abordaré Super Mario RPG. El recuerdo comienza en junio de 1996. El juego salió en marzo.
Por alguna razón, mi yo de 11 años llevaba meses siguiéndolo en revistas. Jamás vio el juego en acción hasta tenerlo en sus manos: imaginaba cómo sería por las ilustraciones y renders en 3D de los personajes. Uno en particular lo dejó pensando: un martillo levita sobre Mario mientras cuatro goombas observan el acto como si una divinidad se hubiera revelado ante ellos. En el fondo, unas nubes adornan una escena que, extraída a nuestro tiempo contemporáneo, es totalmente Vaporwave.
Para principios de diciembre, una caja misteriosa apareció bajo el árbol de Navidad. Una noche, Jorge escapó de su cuarto y desprendió con cuidado partes de la envoltura de regalo. Alcanzó a leer “Legend of the Seven Stars” y regresó a su cama emocionado. Con su hermano, compuso una canción que tarareaban de vez en cuando. Así se aprendía inglés en esa época. Cuando, luego de 10 meses de espera, llegó Navidad, no podía contener las ganas de jugarlo. Tan pronto lo abrió, subió a jugar en el televisor de casa de sus abuelos. Al día siguiente se levantó temprano y siguió jugando. Le tomó 6 meses terminarlo y, hasta la fecha, recuerda cada mes del año de acuerdo con su avance en el juego.
Cuando Jorge, ya no de 11 años, sino de 18 fue a estudiar la universidad a la capital, llevó su Super Nintendo y, adivinaron, Mario RPG. Jugó y acabó el juego varias veces. Cuando extrañaba su casa, ponía el cartucho en la consola y recordaba cómo él y su hermano pasaron casi un mes atorados en la lucha contra un pastel de bodas. Los años han pasado y el juego reapareció aquí y allá, como esa película o libro que seguramente has disfrutado varias veces sin cansarte.
¿Qué valor podría dar yo a un juego como Super Mario RPG? Como crítico, seguro le pondría entre 8 y 9, pero como simple amante de los videojuegos no me atrevería a estimarlo. Una parte racional de mí sabe que no es —ni de cerca— el mejor RPG, pero la atmósfera del juego y la historia que tengo con él son irremplazables. Estoy seguro de que ocurre lo mismo con alguno de tus juegos favoritos. Las discusiones más acaloradas en torno al gaming surgen de la pasión subjetiva. Si por un momento me quitara la investidura de profesional del medio, yo, por ejemplo, imagino que defendería a capa y espada Eternal Darkness de sus detractores —probablemente más con el corazón que con la cabeza—.
Recuerdo Eternal Darkness porque capturó perfectamente el espíritu de la obra de Lovecraft; Majora’s Mask por el profundo significado que tienen las máscaras para mí; a Super Mario RPG porque es el fin de mi niñez. No son los mejores juegos, pero significan. Regreso a ellos una y otra vez y, cada vez que lo hago, los cubro con nuevos significados. No podré recuperar jamás la sensación de jugar Majora’s Mask en Navidad, con las manos impregnadas de un perfume que me habían regalado (y derramé por accidente). Olvidé la marca, pero a veces me cruzo en la calle con la misma fragancia y mi memoria regresa instantáneamente a ese momento. ¿Qué queda de ese tiempo perdido? Sólo el gaming.
El poder de la música, la literatura o las películas es otorgar significado a nuestra cotidianidad, proveer una estructura para nuestras fantasías y ayudarnos a evocar. Hasta cierto punto, son actividades pasivas, pero en un videojuego tienes una interacción directa con el contenido con la mente de sus creadores: tus acciones modifican un sistema y éste reacciona de acuerdo con ellas. Tal vez por eso producen emociones que se enraízan profundamente en nuestros recuerdos. Para Proust, la función del arte es evocar, redescubrir y revelar lo que nuestros hábitos y la cotidianidad han velado, pero que habita desconocido en nosotros. ¿Puede el gaming ayudarnos a encontrar esa belleza oculta en nuestra vida, sedimentada bajo peleas de fanboys, polémicas absurdas, linchamientos virtuales, corrección política y el sinsentido?
Pienso entonces en la serie de actos irrelevantes que constituyen mi vida y recuerdo, con cariño, los destellos de belleza —exiguos e inconstantes— que le debo al gaming: cuando vi interpretar en vivo a Kōji Kondō Song of Healing; la profunda tristeza de Miyamoto cuando lo entrevisté el año pasado (un mes antes de la muerte de Satoru Iwata); el refugio de Konami en el páramo nevado de Nasu en Japón, donde terminé Ground Zeroes; la primera vez que jugué The Last of Us y conocí a Neil Druckmann; la noche que maté a Lavos; cuando Laura venció al tercer coloso y yo la observaba desde la puerta de la cocina; la vitrina de la tienda donde compré la versión roja; la vez que Alonso y yo jugamos Gears of War 2 con la música de Mars Volta de fondo; el cumpleaños en el que jugué Eternal Darkness con mis amigos de la infancia; las partidas de Nidhogg en la oficina; mi primer E3; la madrugada que pasé solo —completamente solo— en mi departamento de universitario con un control en la mano; los ojos de Iker cuando tomó por primera vez un control en sus manos. Como diría Fernando Pessoa, "después de todo, ¿quién soy cuando no juego?"
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