Los niños son crueles. No hay duda de que un pequeño monstruo capaz de desarmar un electrodoméstico o un insecto por mera curiosidad tiene algo de cruel; entonces, ¿por qué seguir pensando que la infancia es un periodo dulce, inocente y exento de pensamientos y actitudes violentas? La competencia implícita en los juegos infantiles y los videojuegos aún genera estupor y pánico en los maestros que siguen viendo con horror que los pequeños jueguen Grand Theft Auto o Gears of War, y aunque en este artículo defenderemos que los niños son más inteligentes de lo que creemos (utilizando puntos de vista evolutivos y psicológicos), hablaremos también de la doble moral que insiste en que sean tratados como gente de segunda categoría. Quién sabe, tal vez incluso descubramos que son ellos, los niños, quienes juegan con nosotros, los adultos.
[p]Jugar a matar
En un reciente artículo de la BBC se enlista a los videojuegos como uno de los responsables del descenso drástico de las tasas de crimen en Estados Unidos durante los últimos años. El efecto discapacitante, dice el texto, mantiene a los jóvenes fuera de las calles, permitiéndoles sublimar los deseos de competitividad de una manera saludable. Libros como Grand Theft Childhood de los psicólogos Cheryl Olson y Lawrence Kutner de la Universidad de Harvard, afirman que la exposición prolongada a videojuegos violentos en más de 1,200 niños sólo tuvo un efecto: aliviar el estrés.
Tanto Estados Unidos como Japón tienen niveles de crimen inferiores a los de Latinoamérica o el Medio Oriente a pesar de que pueden acceder a contenidos ultraviolentos en formas de entretenimiento como el cine, la televisión y los videojuegos. Si un contenido de entretenimiento violento programara a la gente para imitarlo, ¿por qué los niños no son psicópatas consumados?
Lo mismo valdría en el otro ámbito del espectro moral: ¿por qué las sociedades más conservadoras y religiosas como la musulmana tienen altos niveles de violencia familiar y social e incluso racial? Esa sería una polémica aparte, pero tendría que quedar claro que la información que recibimos debe ser procesada correctamente para prever sus consecuencias.
Steven Pinker, antropólogo y lingüista, presentó hace unos años un estudio en que exploraba la violencia entre los jóvenes en un contexto prehistórico. Según Pinker, los adolescentes de las tribus nómadas tenían una probabilidad mucho más alta de atacar y matar a sus semejantes que la que existe en nuestros días. Las leyes eran diferentes en la era de las cavernas, y no existían organismos de derechos humanos persiguiendo a Pedro Picapiedra por descalabrar a otro cavernícola. Sin embargo, el punto fuerte aquí es que la violencia formaba parte de un tipo de educación distinta a la de hoy, una que servía para defenderse y defender a la propia familia de un medio natural y social hostil de una manera diferente a lo que conocemos.
El juego tiene un valor de suma importancia en este aspecto de la educación. Jugar también puede significar practicar, en el sentido de algo que se hace a tientas, para aprender cómo funciona y sin consecuencias negativas. Es por eso que no es recomendable enseñarle a un chico a conducir en una pista de Fórmula 1, sino en un estacionamiento o una calle poco transitada. Jugar nos permite poner entre paréntesis (o entre comillas) nuestra percepción de la realidad. El problema puede venir cuando no sabemos cuál de nuestras realidades es más real.
Competencia y sublimación
No parece haber causado demasiado revuelo en la sociedad victoriana el que Peter Pan, un niño que aún tenía dientes de leche, afirmara que en sus aventuras solía matar piratas por montones, de los modos más crueles y sádicos. Todo lo contrario: generaciones y generaciones de padres han leído a sus descendientes las historias del niño que no quiso crecer, sin que esto suponga un escándalo mayor. ¿Por qué nos preocupa entonces un poco de sangre, vísceras y tripas en la pantalla de nuestros televisores, y un poco de violencia gratuita, por la pura diversión (for the lulz) en nuestros videojuegos?
En la teoría psicoanalítica clásica, la sublimación es el proceso mental por el que la energía sexual (libido) se transforma en otro tipo de actividad. La sublimación puede entenderse (y así ocurre en la química) simplemente como un cambio de estado. La violencia guardada en nuestra memoria genética, que servía para poder cazar mamuts, por ejemplo, se ha sublimado, es decir, se ha transformado en actividades de competencia. Sí, como los deportes o los videojuegos. Estudios recientes han demostrado que la competencia es el verdadero detonador de la violencia entre los jóvenes, independientemente del contenido del juego.
El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante cuenta una curiosa historia que ejemplifica perfectamente la violencia y la competencia implícitas en el juego. Se trata de dos campeones mundiales del ajedrez, Alejin de Rusia y Capablanca, cubano. Una noche, un campesino ruso llega a la habitación de Alejin, afirmando que puede derrotarlo con blancas en 12 jugadas, toda una proeza (y seguramente ustedes se habrán topado con presumidos en Xbox LIVE de este tipo, cualquiera los conoce). El campeón, para sacárselo de encima, puso las piezas en el tablero. Efectivamente, el sencillo campesino había derrotado en 12 jugadas a uno de los mayores ajedrecistas de la historia. Alejin pidió revancha y perdió de nuevo. Luego llevó al hombre al cuarto de Capablanca, donde el humilde maestro repitió la hazaña. En el cuento de Cabrera Infante alguien pregunta ¿qué pasó?, a lo que Alejin responde: Pues que Capablanca y yo matamos al viejo. Ahí mismo en su cuarto y luego lo echamos al Neva. Eso fue lo que pasó. De no haberlo hecho ni Capablanca ni yo habríamos sido campeones de ajedrez del mundo. ¡Del mundo! Yo todavía lo soy.
Según mi modesto parecer, la mejor enseñanza de los videojuegos es precisamente aprender a lidiar con la frustración para desarrollar el carácter. Es decir, aprender a perder. Creo que ahí está la verdadera diferencia entre los niños y los adultos: los niños no han aprendido que en la vida puede haber factores ajenos a su control, con los cuáles tendrán que lidiar tarde o temprano. La historia de Alejin y Capablanca muestra eso (entre otras cosas). Aprender a perder no implica volverse mediocre o descuidado: me refiero a esa sensación que los gamers conocen perfectamente cuando ven aparecer GAME OVER o CONTINUE? en la pantalla. En ese caso perder es solamente volver a comenzar. Pero los educadores no piensan igual.
Versiones de la infancia
Seguimos viendo noticias como esta donde los maestros aún piensan que jugar videojuegos puede explicar todos los males de la sociedad. El recurso aquí es reconocer al gobierno como el padre que debe resolver todos los problemas de la familia disfuncional que es toda sociedad. ¿Pero dónde están los padres, los que verdaderamente deberían hacerse cargo de la educación de los niños? Según una alarmante encuesta, a los padres les importa muy poco lo que sus hijos juegan.
El filósofo esloveno Slavoj iek utiliza un excelente ejemplo para entender la relación entre padres e hijos con respecto a la ficción: Celebramos el ritual de Papá Noel porque nuestros hijos (se supone que) creen en él y no queremos decepcionarlos; y ellos fingen creer para no desilusionar nuestra creencia en su ingenuidad (y para recibir regalos, por supuesto.) Es decir: los niños, y eso todos podemos notarlo, son más inteligentes de lo que estamos dispuestos a aceptar.
Miles de niños participan actualmente en guerras que no tienen pizca de entretenimiento. En este video de la artista serbia Marina Abramović, titulado con gran precisión Dangerous games (Juegos peligrosos), se retrata esa doble moral que hace que las sociedades occidentales se alarmen de que los niños jueguen a la guerra, mientras permanecen inmóviles ante la violencia muy real que otros niños experimentan.
Existen casos de personalidad múltiple o principios de esquizofrenia que dificultan la correcta percepción entre realidad y ficción (de las que hablaremos en un próximo artículo); sin embargo, debemos insistir en que los videojuegos no pueden seguir pagando los platos rotos de la sociedad. Son una forma de entretenimiento tan legítima como el cine, la televisión y la literatura, no un campo de entrenamiento para futuros psicópatas, a menos que esas otras formas de transmisión de información también lo sean.
El tema da para mucho más, pero por lo pronto, si somos padres podríamos comenzar por reconocer que los niños saben muy bien lo que juegan y por qué lo juegan, los efectos de los videojuegos no sólo no son dañinos para la sociabilidad sino que pueden encauzarla y motivarla, además de que son en sí mismos una actividad sumamente divertida. Tal vez toda cláusula de un profesor/autoridad gubernamental que pretendiera censurar o poner leyes para dificultar el acceso a los videojuegos debería ir acompañada de su Gamerscore de la susodicha autoridad, sólo para que nos conste que sabe de lo que está hablando.
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